Como primera medida se le ocurrió mandar llamar
al palacio a todos los reyes en conflicto para conversar acerca de
los problemas que tenían y así poder llegar a una solución. Ninguno de ellos quiso asistir. También los otros reyes creían que era
mejor pelear que dialogar.
El joven príncipe no se dio por vencido y decidió ir él mismo reino por
reino, a conversar con cada uno de los reyes. No sería tarea fácil
desplazarse de un lado al otro, pero –como él decía– con su silla
mágica, todo se podía.
Con varios súbditos que lo acompañaban comenzó su viaje. El primer
rey en recibirlo, no de muy buen talante por cierto, fue el Rey
Gervasio. El palacio de este rey no tenía rampas, por lo que era
imposible acceder al mismo con la silla de ruedas. A Augusto poco le
importó. Se hizo alzar a upa por sus ayudantes y cuando estuvo dentro
del palacio pidió su silla.
Gervasio quedó desconcertado pues vio un verdadero interés en el
muchacho en conversar y llegar a un acuerdo. Lo hizo pasar y luego de
una larga charla, los reinos hicieron las paces.
El segundo rey visitado fue Clemente, un hombre de muy mal carácter y
poca paciencia. Cuando vio al príncipe se sorprendió al ver que no podía
caminar, pero lo que más le llamó la atención fue su amplia sonrisa.
– Alguien que sonríe así merece ser recibido por mí. Comentó Clemente.
También en este caso ambas partes llegaron a un acuerdo, creo que más
por la sonrisa de Augusto que por sus palabras. No eran épocas en las
que las sonrisas abundaran y eran realmente muy bienvenidas.
El príncipe visitó varios reinos más, todos con éxito.
La última visita que Augusto debía hacer era al rey Dionisio II, quien
había declarado la guerra. No era fácil llegar hasta allí, pero tanto
había viajado el príncipe en su imaginación que no le fue dificultoso
encontrarlo.
Dionisio no podía creer que alguien lo visitara. Acostumbrado a ser
temido, no sólo por su gente, sino por los reinos vecinos, era un hombre
muy solitario. Menos aún pensó en encontrarse con un joven que le
sonreía y que venía a conversar con él, sin espadas, ni capas, sólo
acompañado de su gente y por supuesto de su silla.
Lo primero que hizo Dionisio fue preguntar al joven cómo había llegado
hasta allí. Augusto empezó a describirle todos los paisajes que había
atravesado y todos los que había imaginado también. Comenzaron a viajar
juntos con la imaginación y descubrieron que allí donde el corazón nos
lleva nunca hay lugar para la guerra. Por primera vez este rey
malhumorado tenía frente a si a alguien que no sólo no le temía, sino
que le sonreía y dialogaba con él amigablemente.
Conversaron largas horas, ya no del conflicto que había desencadenado
todo, sino de viajes imaginarios y paisajes verdaderos e inventados
también.
Todo se había resuelto. Ya no habría guerra, sólo armonía entre los
reinos.
El príncipe volvió a su palacio con la sonrisa más grande aún que
cuando se había ido. No podía parar de hablar y contarle a su padre todo
lo ocurrido. Leopoldo lo escuchaba orgulloso y un poco avergonzado
también por no haberlo creído capaz de resolver el problema.
– ¡Ay hijo mío, si tan sólo pudieses caminar, si no te vieses obligado a
estar en esa silla, cuántas más cosas podrías hacer! Se lamentó
Leopoldo.
– No sé padre, no sé. Contestó el príncipe. El estar sentado aquí todo
el tiempo me hizo pensar mucho y sobre todo imaginar mucho. ¿Quién dice
que pudiendo caminar hubiera hecho más? ¿Porque hubiera podido luchar
como lo haces tú? No, padre, no es mi forma. Aunque mis piernas me
sostuvieran, no las usaría para la lucha. La gente se entiende hablando
con el corazón, los reyes también y para ello no hace falta caminar.
Leopoldo quedó maravillado ante la respuesta de su hijo. Supo que ya
era el momento de dejarle su corona.
Para el traspaso del mando Leopoldo pensó en acondicionar su trono para
que su hijo pudiese estar cómodamente sentado allí. Le cambió los
tapizados, hizo poner detalles de oro en la madera y muchas cosas más.
Augusto no lo aceptó y así se lo dijo a su padre.
– Padre, no te ofendas, pero yo ya tengo mi trono. El que me tocó en
suerte. No quiero lujos, no los necesito. Desde aquí, desde mi silla, no
sólo quiero reinar, sino seguir imaginando y viviendo como hasta ahora
viví, contento y feliz. Además, tu trono nada tiene de mágico, mi silla mucho.