En el pueblo de Santos Cielos, todos los años y desde hace mucho
tiempo, cada ocho de diciembre se armaba un gran árbol de Navidad en la
plaza principal. Todos colaboraban en su decoración.
Cada persona del pueblo, rico, pobre, gordo, flaco, viejo o joven,
colocaba su adornito, ofrenda o cartita, para que el árbol cada año
luciera más lindo que el anterior.
Era una especie de fiesta para todos, en la que la mayoría trataba de
darle al arbolito lo mejor que tenía. Por supuesto nunca falta alguna
persona que no estaba de acuerdo con algo: podía ser el color de la
cinta, el tipo de moño, el tamaño de la cartita.
Lógicamente, cada uno de los habitantes del pueblo armaba el arbolito
en forma muy parecida a cómo vivía su vida.
Los más sencillos, colocaban adornos simples, pero no por eso menos
bellos. A los que les gustaba presumir, colocaban los adornos más
grandes y que más llamaran la atención de todos. Las personas más
serias, ponían moños de color bordó lisos o tal vez verde oscuro, los
más alegres, moños y cintitas de todos los colores.
El alcalde del pueblo era un señor muy bueno, al que todos llamaban
Bonachón. Ese era su verdadero apellido, pero como realmente era muy
bueno el nombre le venía como anillo al dedo.
Don Bonachón supervisaba el armado del árbol que duraba varios días.
La costumbre era empezarlo el día 8 y terminarlo el 24 de diciembre.
El alcalde se encargaba de revisar uno por uno los adornos que la
gente llevaba para que todo estuviera en orden. Así era que evitaba más
de un problema.
– ¿Qué se supone que traes ahí Clarita? Preguntó asombrado Don Bonachón
al ver a la niña con un helado de frutilla y pistacho, yendo directo al
arbolito.
– Es para nuestro árbol pues le combinan los colores, los sabores no me
gustan pero lo pedí así para que quede más lindo, nada más ¿buena idea
verdad?
El alcalde no sabía cómo decirle a la niñita que un helado no era
realmente el mejor de los adornos, no quería desilusionarla, pero por
otro lado, tampoco podía dejar que el helado se derritiera sobre una
rama.
– ¿A que adivino preciosa? Este rico helado lo has traído para mí
¿verdad? Hace mucho calor aquí, debo pasar horas cuidando nuestro árbol.
Ya sabía yo que alguien pensaría en este pobre alcalde y me traería algo
fresco y además con los colores de Navidad ¡Gracias, muchas gracias!
Clarita se fue sin querer discutir con Don Bonachón y lo saludó con
una sonrisa, mientras pensaba qué otra cosa conseguir para el arbolito.
Luego llegó Pedrito un niño muy humilde. Se paró frente al árbol,
elevó su mano hacia una de las ramas e hizo como si dejara algo en una
de ellas. La verdad es que no había puesto nada, pero se fue muy
contento. Don Bonachón presenció la escena muy intrigado, pero no dijo
nada.
Al rato llegó una señora muy adinerada en su lujoso auto. De allí
bajaron una gran lámpara con cientos de luces pequeñas y cristales que
colgaban.
– Vengo a darle un toque de lujo a este árbol, con estas luces en la
punta lucirá como el mejor de todos y esto, gracias a mi generosidad.
Dijo la señora adinerada.
Mucho le costó al alcalde hacerle entender a la señora que no podían
colgar semejante lámpara del árbol, sin que éste se cayera.
Luego de una discusión nada sencilla, la señora se retiró muy ofendida
con su lámpara y pensando en que la Navidad no tendría ningún toque de
distinción.
La gente seguía trayendo adornos, moños y cosas para el árbol que poco
a poco se iba llenando.
La Navidad se acercaba y Pedrito iba todos los días y también todos los
días hacía lo mismo. Paradito frente al árbol abría su manito pequeña,
hacía como que dejaba algo en una ramita y con una inmensa sonrisa se
iba. |