–¡No! –, contestaron a coro las dos flores
intrigadísimas
–Hace muchos, pero muchos años, había un gnomo llamado Kuluf que era
sombrerero. Fabricaba sombreros de muchas formas y colores. Hacía
sombreros de fiesta, sombreros para salir a pasear, sombreros para
alegrar a los que están tristes y sombreros para los que tienen hambre
(esos los hacía de sándwich de queso).
Kuluf estaba enamorado de la princesa Andrina, que tenía unos pelos
color del sol, largos hasta la cintura. Kuluf no sabía cómo hacer para
que la princesa Andrina se riera. Ella estaba enojada porque Kuluf se
había comido su chupetín. Kuluf le contaba chistes, la invitaba a
bailar, le regalaba chocolates, ¡hasta le regaló una caja entera de
chupetines! Pero nada...
Entonces, Kuluf inventó un sombrero volador. El sombrero era blanco de
seda y tenía dos alitas a los costados muy chiquititas con forma de
triángulo. Estaba adornado con el polvo de estrellas que Kuluf había ido
coleccionando desde muy chico.
Kuluf le dijo a Andrina:
– Yo te regalo este sombrero volador, pero tienes que tener cuidado,
porque se pone a volar con la brisa más leve.
Entonces, en el momento justo en que la princesa Andrina se ponía su
sombrero, un viento fuerte comenzó a soplar. Los pelos de la princesa
ondulaban para todos lados, reflejando las luces del día.
Y entonces Andrina comenzó a volar. De a poquito fue subiendo y subiendo
hasta que sólo era un puntito en el cielo. Voló durante tanto tiempo que
todos pensaban que no iba a bajar más, pero bajó.
Cuando finalmente bajó, estaba tan feliz que se puso a reír con una
risa tan contagiosa que Kuluf también empezó a reírse. Y también empezó
a reírse un árbol que estaba mirándolos. Y también se reía una piedra de
cuarzo que se había perdido en el bosque. Y así la risa se fue
contagiando tanto que en pocos minutos todo el bosque se reía a
carcajadas limpias.
Tanta fue la risa que, desde entonces, todos los sombreros quieren salir
volando cuando sienten un poquitito de viento soplar. |