Cierto día llegó a una ciudad y se encontró con un hombre que
llevaba bolsas de azúcar en un carro.
— ¿Qué llevas ahí? —
le preguntó el faquir.
El otro estaba muy
malhumorado y le contestó burlonamente:
—¿Y qué piensas que
llevo? ¡Cenizas, nada más que cenizas!
—Bien, que sean
cenizas —dijo el religioso. Cuando el hombre llegó con su carro a
la feria para vender el azúcar y abrió las bolsas, ¡oh, sorpresa!,
realmente contenía cenizas. Rápidamente corrió y alcanzó al
faquir; se arrojó a sus pies y rogó:
— ¡Ten compasión de
mí! Reconozco que he merecido tu castigo; pero si no me perdonas,
seré un mendigo. ¡Oh, por favor, vuelve a transformar la ceniza en
azúcar!
—Bien, levántate
—dijo el faquir—. Que se cumpla tu deseo; pero cuídate en el
futuro de contestar mal a alguien que te pregunta amablemente.
El hombre lo prometió
y luego pensó: "¡Qué lindo sería poseer esos poderes mágicos !
¡Uno podría volverse inmensamente rico!"
Este pensamiento no
lo abandonó hasta que, por fin, siguió un día secretamente al
faquir, que sabía muy bien quién iba detrás de sus huellas, pero
continuó caminando sin darse vuelta. Sucedió que ambos pasaron
junto a un montón de ladrillos.
—Alá, concédeme tu
gracia —pidió en baja el faquir—. Haz que estos ladrillos sean por
corto tiempo, lingotes de oro.
Alá, que estimaba
mucho al religioso concedió el deseo. Apenas el hombre divisó las
relucientes barras escondió rápidamente dos en su bolsa y siguió
caminando detrás del faquir. Al rato éste se dio vuelta y le
preguntó:
—¿Qué piensas hacer
con esos dos ladrillos ? ¿Es que acaso los venderás para volverte
inmensamente rico?
Asombrado, el hombre
sacó los ladrillos de su bolsa. No pudo dar crédito a sus ojos.
Por más que los daba vuelta, seguían siendo ladrillos de arcilla.
—¿Quieres ser faquir
como yo? —preguntó el sabio—. Déjame decirte que un hombre de Dios
no debe robar ni mentir.
El vendedor de azúcar, totalmente avergonzado, emprendió el
regreso.